La palabra depresión proviene del latín y significa abatido
o derribado. Remite a una caída, un hundimiento o agujero. El significado de la
palabra hace que fácilmente se la pueda asociar a un momento de tristeza.
La época que nos toca vivir posee una
particularidad que vale la pena destacar. Es el mercado quien regula nuestras
vidas, incluso más de lo que suponemos. Es también bajo sus coordenadas que día
tras día nos vemos empujados a consumir más y más.
Todo parece estar a nuestro alcance: objetos
electrónicos, alimenticios, de estética corporal e incluso medicamentos. Estamos
aplastados por un imperativo al consumo que no se detiene nunca. Siempre hay
algo más por tener o hacer; siempre hay un teléfono celular último modelo que
comprar.
Atravesar un momento de angustia resulta
inadmisible para esta sociedad contemporánea que nos exige cada día un poco
más. No hay tiempo para estar triste, para pensar o duelar algo que perdimos.
En sintonía con este contexto, existen
tratamientos que aseguran rápidas salidas a ese padecer llamado depresión,
generalmente por medio de pastillas antidepresivas, que nos devuelven a la
vorágine diaria de inmediato.
Es cierto que las drogas han mejorado
significativamente en los últimos años y muchas veces logran hacer desaparecer
sus síntomas. Pero también nos empuja a retomar nuestras vidas cotidianas sin
dar lugar a la pregunta: “¿qué andaba mal?”. El sufrimiento repentino indica
que hay algo que ya no funciona como antes. Un camino posible es reestablecer
la rutina cotidiana anterior, en la cual había aparecido el problema.
Esta aparente solución no tardará en
fracasar, a menos que comencemos por indagar los motivos que dieron inicio al
sufrimiento, facilitando así la oportunidad de que algo cambie en profundidad.
Cuando esto no sucede, la dependencia a antidepresivos se hace crónica. Ahora
se redobla la apuesta: de ser deprimido se pasa a ser adicto.
En los manuales de psiquiatría DSM IV/CIE-10
(Clasificación de enfermedades mentales de la American Psychriatric
Association) la depresión es considerada un trastorno del estado de ánimo, caracterizado
por síntomas como el insomnio, el hipersomnio, sentimientos de inutilidad,
pensamientos recurrentes de muerte, disminución o aumento del apetito, entre
otros. Y, en la actualidad, es lo que se “cura” con antidepresivos. Sin
embargo, todos podríamos en algún momento de la vida identificarnos con estos
síntomas y no por eso deberíamos recurrir a los antidepresivos.
En estos tiempos en los que la clasificación
diagnóstica está muy de moda, darle un nombre al padecer puede resultar
tranquilizador. Pero no hay que olvidar que esto puede resultar también una
trampa. El diagnóstico de depresión etiqueta el sufrimiento y elimina las
causas singulares que lo originan, produciendo un malestar estandarizado. Por
lo tanto, de existir un trastorno igual para todos, existiría también un
tratamiento universal, excluyendo así la subjetividad.
Sin embargo, en la clínica cotidiana es muy
evidente que la causa del sufrimiento no es la misma para todos los que
consultan. Al adentrarse en la historia de un paciente, se devela rápidamente
que hay algo muy propio de cada uno que da origen a la angustia. Así, la idea
de una “depresión para todos” va perdiendo sentido.
En esta época de constante consumo y ante la
amplia oferta del mercado de la salud, creemos que aún es posible pensar en un
tratamiento que apele a la singularidad y que lejos de adormecernos, nos
permita despertar.