En los juegos de seducción en primer lugar, era preciso captar
la atención; el maquillaje, peinado, vestimenta y olor ofrecían la
impresión de estar frente a una diosa viviente, un trofeo inalcanzable y
celestial.
En el siglo XVIII se modifica el protagonismo femenino de la
seducción: el varón se aficiona a las estratagemas con las que vencer la
resistencia sexual de las jóvenes damas. Son tiempos de Don Juan,
donde, en el trato con el sexo opuesto, la brutalidad deja paso a la
galantería y la pulsión sexual se disimula con sutilezas que
tradicionalmente pertenecían al elenco femenino. Los varones extreman el
cuidado de su vestimenta, en imitación a las conductas femeninas. Lo
más interesante es que los varones conquistan un valioso descubrimiento:
el pie de barro de las mujeres se sitúa en sus oídos, las damas no son
indiferentes a lo que se dice ni a cómo se dice, las palabras colocadas
en un determinado modo y pronunciadas en un tono adecuado producen
verdaderos sortilegios, ayudan a poseer mentes y corazones.
A medida que avanzan los años, las estrategias de encantamiento
amplían su campo de acción: ya no se restringen al terreno de la
conquista sexual, sino que se extienden al ámbito social: los cortesanos
ganan favores de sus superiores mediante juegos psicológicos que siguen
fielmente las reglas de seducción.
En el siglo XIX, Napoléon descubre que la batería de técnicas
seductoras es válida también a gran escala; la oratoria se convierte en
herramienta para atrapar ideas y sensibilidades de las masas. La
teatralidad, el espectáculo, la arenga ganan terreno al discurso a media
voz y procuran un inmenso poder con el que subyugar a los pueblos. El
atractivo físico deja paso al magnetismo intelectual; el seductor
encandila a gente de todo sexo y condición, cualquier persona es un
seducido en potencia. Así nace el tipo carismático, el líder al que se
le atribuyen virtudes de guía y se le entrega poder. Un ser al que se
sigue por convicción y no por obligación.
A pesar de la adaptación y la transformación que siempre otorga
el tiempo, la anatomía de la seducción, su técnica, continúa vigente
desde que la inventasen las mujeres del Imperio Romano. Veamos el
primero de sus peldaños: captar la atención. Sin atención no hay
seducción posible, como bien saben los publicitarios, los líderes
políticos o de negocios, los padres de familia, los gurús espirituales y
los profesores que conocen las leyes de la buena pedagogía.
No todos los seductores ejercen un magnetismo similar, albergan
intenciones idénticas, ni todas las personas sucumben al mismo tipo de
seducción. La personalidad del seductor, su temperamento, formación e
inteligencia atraen a unos destinatarios y repelen a otros. Dicho de
otra forma, el seductor acoge deseos, exhibe virtudes, sufre carencias y
es depositario de necesidades como cualquier otro ser humano; por ello,
su interés se centra en aquellos destinatarios susceptibles, al menos
en apariencia, de alimentar su psicología personal.
No hay que olvidar que seductor y seducido se complementan y
alimentan mutuamente. Por otro lado, la persona seductora no encandila
constantemente y sin descanso; el arte de la fascinación exige energía y
cuidado, en muchos aspectos resulta verdaderamente agotador.
El magnetismo de una persona radica en que cerca de ella nos
sentimos mejor que cuando está lejos. Nos la imaginamos poseedora de
algo que a nosotros nos falta, pero lo que verdaderamente nos atrapa se
debe a que se muestra dispuesta a compartirlo, incluso en exclusiva, si
nos portamos convenientemente y respondemos a lo que esperan de
nosotros se las arregla para que a su lado nos sintamos importantes,
únicos y originales. En sus ojos vemos reflejada la imagen de nosotros
mismos que deseamos poseer y proyectar. La persona seductora siempre
presta una atención extraordinaria al otro, ensalza sus virtudes,
fulmina sus complejos, regala aprobación a raudales, y al hacerlo, se
garantiza el apego. El anhelo es aprobado, de ser amado y entendido
ejerce una fuerza tal que en cuanto lo saboreamos ligeramente ya no
podemos prescindir de ello.
El mismo tiempo, el fascinador, en cualquiera de sus versiones,
preserva para sí un trozo del secreto, un pedazo del misterio, dándonos a
entender que algún día terminará por desvelarlo… pero tal día quizá
nunca llegue.”
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